No seáis muy duros conmigo, y mis limitaciones literarias, y tomadlo como una foto en blanco y negro, de la pésima situación del Real Zaragoza, y como la gente sentimos estos colores.
Tiene algún toque autobiográfico, pero la historia es inventada.
Aquí va:
Fondo Norte.
Llevaba treinta y cuatro años sentándose en el fondo
norte, “donde la feria de muestras, hijo
mío, te lo he dicho mil veces”, me
explicaba con voz ruda, y tono resignado, ¡como si yo debiera saberlo!, aunque hacia unos diez o doce años, se tuvo
que cambiar de localidad, mi padre jamás dejo de acudir a su fondo, el fondo
norte.
El Zaragoza era más que sus amigos, eso lo tenía
claro, y cambio su ubicación, pero sin
salir de su fondo, para así no tener que ver a gente que le había traicionado
en su vida personal, sus “amigos” de siempre (eso creía él) en su sitio más
sagrado. La Romareda.
Sabía que al Zaragoza no lo abandonaría jamás, que
ese amor recíproco no tenia posibilidad de romperse, pensaba , y en realidad así era, por muy rara que se tornase la vida.
Con cuatro
años mi padre me llevo por primera vez a
la romareda, aunque era socio desde el día que nací, ya que solo fue al registro civil, antes que la calle Eduardo Ibarra, para
hacerme socio, mis colores estaban decididos desde mucho antes de nacer…
Ese día me puso
una camiseta blanca con un león
en el pecho, que me había regalado para mi cumpleaños, una bufanda al cuello, y nos fuimos hacia el
estadio.
Que frío hacia, la gente gritaba unos junto a otros,
las escaleras eran un asiento mas, y no se podía jugar a nada, ya que no había
sitio apenas para sino para sentarse.
Nos dirigimos
a su fila, la cinco, el partido se había iniciado y yo notaba que papa se ponía
muy nervioso, se enfadaba y se alegraba de un momento a otro, y saltaba como un
loco cuando los nuestros metían la pelota dentro…. Y creedme, que eso pasaba
varias veces…
Justo detrás de mí, se sentaba un señor mayor, quizá
de unos 70 años, de complexión fuerte, y con un bigote fino, de la época, pelo
cano, y con un gran abrigo forrado de borreguillo marrón, llevaba un puro en la
boca, y nos echaba el humo encima, lo que parecía no molestar a nadie, excepto
a mí, claro, pero yo no podía decir nada.
“Booooqueeeeeeee” que eres un boque, fue la frase
que en más ocasiones decía don Pio, nuestro vecino de localidad, sentado cómodamente
en su almohadilla, mientras apuraba su enorme puro.
El sentimiento del león, transmitido por mi padre,
ya había arraigado en mí, como era previsible, y en cuanto tuve la edad mínima para jugar, mi padre, siempre él, me llevo al
equipo del barrio.
Me acompaño cada día, cada entreno, cada
nevada, cada día lluvioso.
Mi primer partido dejo algo claro, aquello de meter
el balón en la portería era algo innato en mí, y no me era difícil hacer lo que
otros les costaba horrores, lo que me hacía sentir increíblemente orgulloso, y
cuando miraba a papa, me sentía el niño más feliz del mundo.
El orgullo de aquel hombre, al verme jugar, era algo
fuera de lo humano, notaba en sus ojos, en su voz, y hasta en sus andares, sentía suyo cada gesto que yo hacia dentro del
campo.
Y cada quince días, compartíamos la fila cinco del fondo de la
feria de muestras, viendo fantásticos jugadores con el escudo del león, hablando
de jugadas imposibles, gritando los goles, y escuchando decir a Don Pio que los
árbitros nos robaban unas diez veces por
partido, todo aquello sin quitarse el puro de la boca, a esas alturas Don Pio,
era uno más en nuestra familia futbolística.
Un día, a escondidas, me hice un tatuaje, con un
escudo, de fondo rojo, y un león rampante, y entonces solo los presos y los
locos llevaban tatuajes… y yo tenía 17 años.
Cuando mi padre vio aquello, me castigo, pero en el
fondo, lo que sentía era otra cosa muy distinta.
El tiempo pasa.
Quizá el día que os voy a contar, fue el más triste
de mi vida.
Era primavera, pero parecía verano, vivía lejos de Zaragoza, y echaba mucho de
menos a mi padre, , jamás libraba en fin de semana, con lo que hacía tiempo que no podíamos ir al
futbol juntos, y aunque en estos últimos
años, la cosa iba de mal en peor, el siempre siguió fiel, y yo, aún en la
distancia también.
Llegue a la Romareda muy pronto había ya gente arremolinada ambiente
importante, se olía que había muchas cosas en juego.
No pude ir
con papa, pero hubiese deseado sentarme con él en la fila cinco, hoy, sin embargo, iba a
ser imposible, quedaban 40 minutos para
empezar y el campo ya estaba lleno, la gente cantaba y animaba al Zaragoza, lo
podía escuchar claramente, mientras esperaba mi momento, al escuchar esos cánticos, que tantas veces
había gritado, mi piel de gallina era difícilmente ocultable para mis
compañeros, mitad orgulloso de mi gente, y mitad temeroso de mi profesión.
Cuando el partido ya había comenzado, logre ver a
papa, estaba como siempre, le salude desde lejos, un pequeño gesto con la mano,
pero no me vio, o no me quiso ver.
Estaba demasiado nervioso.
Y su Zaragoza se estaba jugando la vida, en 25 años
no había descendido a segunda, y si ese día, no ganaba, bajaría a segunda
división, un drama casi familiar.
Y aun podría ser peor –pensó papa-- tan claramente que
casi pude escucharlo 60 metros más abajo.
Cumplía mi misión, con profesionalidad, y sin ningún
entusiasmo, enormemente incomodo, y muy nervioso,
pero cuando se presento la ocasión, cumplí con mi tarea, instintivamente, sentí desgarrar mi alma, y
mis mirada se fue allí, al fondo norte.
Él lloraba desconsoladamente el gol que mandaba a segunda al Zaragoza.
Y lo había marcado yo.
De nada le valía
entonces que no me hubiesen querido nunca, que me hubiesen descartado siempre,
que fueran mejores opciones, gentes de
nombres extraños, o allende los mares que
dejaban más rédito, o representantes de cámara que nada sabían del escudo del
león, y si del color del dinero…
Nada quedaba nada del orgullo del barrio. No vi un
atisbo de alegría en aquel hombre.
Aquel instante, fue el peor momento de mi vida, quedaban
pocos minutos, y en mi se contenían a duras penas la lágrimas, que inevitablemente pedían paso, mi sentimiento de traición era inevitables, y aun
rodeado de mis compañeros que celebraban
el gol, un gol que yo jamás podría
celebrar.
Al fin, el árbitro pito el final, y rompí a llorar, pedí
a mi gente, a mi fondo, a los míos, que
me perdonaran, con un gesto, manos en alto,
y me acerque a la carrera al fondo norte, pero aquello era imperdonable.
Allí estaba papa, como siempre, como los últimos treinta
y cuatro años.
Todavía con
los ojos llorosos.
Y ¡¡¡estaba
aplaudiéndome¡¡¡pero no era él solo,
toda aquella gente, que estaba en hundida
por mi culpa, me estaba aplaudiendo.
Absolutamente destruido por unos sentimientos
contrapuestos, aquel nefasto día comprendí
que el fútbol es de gente como mi padre.
Aprendí la
esencia del fútbol, ese día, luchando contra mi gente. Contra mi esencia.
Contra mi ser.
Contra los míos.
Y entonces, ya liberado, ese soniquete que llevaba en mi cabeza todo el
partido estallo en la grada:
“ Ale
Zaragoza ale.”