lunes, 28 de abril de 2014

FONDO NORTE.

Tras tener el blog un poquillo dejado de la mano de Dios, lo retomo para que podáis leer el relato, zaragocista 100%, con el que participe en el I concurso de relatos de aupazaragoza.com , es un relato hecho con el corazón, y con las limitaciones literarias de quien escribe estas modestas lineas. Disfrute mucho mientras lo escribía, así que para mi, valió mucho la pena.
No seáis muy duros conmigo, y mis limitaciones literarias, y tomadlo como una foto en blanco y negro, de la pésima situación del Real Zaragoza, y como la gente sentimos estos colores.
Tiene algún toque autobiográfico, pero la historia es inventada.

Aquí va:

Fondo Norte.



Llevaba treinta y cuatro años sentándose en el fondo norte,  “donde la feria de muestras, hijo mío, te lo he dicho mil veces”,  me explicaba con voz ruda, y tono resignado, ¡como si yo debiera saberlo!,  aunque hacia unos diez o doce años, se tuvo que cambiar de localidad, mi padre jamás dejo de acudir a su fondo, el fondo norte.
El Zaragoza era más que sus amigos, eso lo tenía claro, y cambio su ubicación,  pero sin salir de su fondo, para así no tener que ver a gente que le había traicionado en su vida personal, sus “amigos” de siempre (eso creía él) en su sitio más sagrado. La Romareda.
Sabía que al Zaragoza no lo abandonaría jamás, que ese amor recíproco no tenia posibilidad de romperse, pensaba , y en realidad  así era, por muy rara que se tornase la vida.
Con  cuatro años  mi padre me llevo por primera vez a la romareda, aunque era socio desde el día que nací, ya que solo fue al  registro civil,  antes que la calle Eduardo Ibarra, para hacerme socio, mis colores estaban decididos desde mucho antes de nacer…
Ese día me puso  una camiseta blanca  con un león en el pecho, que me había regalado para mi cumpleaños,  una bufanda al cuello, y nos fuimos hacia el estadio.
Que frío hacia, la gente gritaba unos junto a otros, las escaleras eran un asiento mas, y no se podía jugar a nada, ya que no había sitio apenas para sino para sentarse.
 Nos dirigimos a su fila, la cinco, el partido se había iniciado y yo notaba que papa se ponía muy nervioso, se enfadaba y se alegraba de un momento a otro, y saltaba como un loco cuando los nuestros metían la pelota dentro…. Y creedme, que eso pasaba varias veces…
Justo detrás de mí, se sentaba un señor mayor, quizá de unos 70 años, de complexión fuerte, y con un bigote fino, de la época, pelo cano, y con un gran abrigo forrado de borreguillo marrón, llevaba un puro en la boca, y nos echaba el humo encima, lo que parecía no molestar a nadie, excepto a mí, claro, pero yo no podía decir nada.
“Booooqueeeeeeee” que eres un boque, fue la frase que en más ocasiones decía don Pio, nuestro vecino de localidad, sentado cómodamente en su almohadilla, mientras apuraba su enorme puro.
El sentimiento del león, transmitido por mi padre, ya había arraigado en mí, como era previsible, y en cuanto tuve la edad mínima  para jugar, mi padre, siempre él, me llevo al equipo del barrio.
Me acompaño cada día, cada entreno, cada nevada,  cada día lluvioso.
Mi primer partido dejo algo claro, aquello de meter el balón en la portería era algo innato en mí, y no me era difícil hacer lo que otros les costaba horrores, lo que me hacía sentir increíblemente orgulloso, y cuando miraba a papa, me sentía el niño más feliz del mundo.
El orgullo de aquel hombre, al verme jugar, era algo fuera de lo humano, notaba en sus ojos, en su voz, y hasta en sus andares,  sentía suyo cada gesto que yo hacia dentro del campo.
Y cada quince días,  compartíamos la fila cinco del fondo de la feria de muestras, viendo fantásticos jugadores con el escudo del león, hablando de jugadas imposibles, gritando los goles, y escuchando decir a Don Pio que los árbitros nos robaban  unas diez veces por partido, todo aquello sin quitarse el puro de la boca, a esas alturas Don Pio, era uno más en nuestra familia futbolística.
Un día, a escondidas, me hice un tatuaje, con un escudo, de fondo rojo, y un león rampante, y entonces solo los presos y los locos llevaban tatuajes… y yo tenía 17 años.
Cuando mi padre vio aquello, me castigo, pero en el fondo, lo que sentía era otra cosa muy distinta.
El tiempo pasa.
Quizá el día que os voy a contar, fue el más triste de mi vida.
Era primavera, pero parecía verano,  vivía lejos de Zaragoza, y echaba mucho de menos a mi padre, , jamás libraba en fin de semana,  con lo que hacía tiempo que no podíamos ir al futbol juntos, y  aunque en estos últimos años, la cosa iba de mal en peor, el siempre siguió fiel, y yo, aún en la distancia también.

Llegue a la Romareda muy pronto  había ya gente arremolinada ambiente importante, se olía que había muchas cosas en juego.
No pude ir  con papa, pero hubiese deseado sentarme con  él en la fila cinco, hoy, sin embargo, iba a ser imposible,  quedaban 40 minutos para empezar y el campo ya estaba lleno, la gente cantaba y animaba al Zaragoza, lo podía escuchar claramente, mientras esperaba mi momento, al  escuchar esos cánticos, que tantas veces había gritado, mi piel de gallina era difícilmente ocultable para mis compañeros, mitad orgulloso de mi gente, y mitad temeroso de mi profesión.
Cuando el partido ya había comenzado, logre ver a papa, estaba como siempre, le salude desde lejos, un pequeño gesto con la mano,  pero no me vio, o no me quiso ver. Estaba demasiado nervioso.
Y su Zaragoza se estaba jugando la vida, en 25 años no había descendido a segunda, y si ese día, no ganaba, bajaría a segunda división, un drama casi familiar.
Y aun podría ser peor –pensó papa-- tan claramente que casi pude escucharlo 60 metros más abajo.
Cumplía mi misión, con profesionalidad, y sin ningún entusiasmo,  enormemente incomodo, y muy nervioso, pero cuando se presento la ocasión, cumplí con mi tarea,  instintivamente, sentí desgarrar mi alma, y mis mirada se fue allí, al fondo norte.
Él lloraba desconsoladamente el gol  que mandaba a segunda al Zaragoza.
Y lo había marcado yo.
 De nada le valía entonces que no me hubiesen querido nunca, que me hubiesen descartado siempre, que fueran mejores opciones,  gentes de nombres extraños,  o allende los mares que dejaban más rédito, o representantes de cámara que nada sabían del escudo del león, y si del color del dinero…
Nada quedaba nada del orgullo del barrio. No vi un atisbo de alegría en aquel hombre.
Aquel instante, fue el peor momento de mi vida, quedaban pocos minutos, y en mi se contenían a duras penas la lágrimas,  que inevitablemente pedían paso,  mi sentimiento de traición era inevitables, y aun  rodeado de mis compañeros que celebraban el  gol, un gol que yo jamás podría celebrar.
Al fin, el árbitro pito el final, y rompí a llorar, pedí a mi gente, a mi fondo, a los míos,   que me perdonaran, con un gesto, manos en alto,  y me acerque a la carrera al fondo norte, pero aquello era imperdonable.
Allí estaba papa, como siempre, como los últimos treinta y cuatro años.
Todavía  con los ojos llorosos.
Y  ¡¡¡estaba aplaudiéndome¡¡¡pero  no era él solo, toda aquella gente,  que estaba en hundida por mi culpa, me estaba  aplaudiendo.
Absolutamente destruido por unos sentimientos contrapuestos,  aquel nefasto día comprendí que el fútbol es de gente como mi padre.
Aprendí  la esencia del fútbol, ese día, luchando contra mi gente. Contra mi esencia. Contra mi ser.
Contra los míos. 
Y entonces, ya liberado,  ese soniquete que llevaba en mi cabeza todo el partido estallo en la grada:
 “ Ale Zaragoza ale.”